En el marco de la Conferencia Anual organizada por la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL), Federico Sturzenegger, presidente del Banco Central, participó del panel Política Monetaria, Inflación, Crecimiento, el jueves 29 de septiembre.
Presentamos aquí el discurso completo:
“Buenas tardes a todos y muchas gracias por la invitación a este encuentro. Es un placer estar hoy aquí entre tantos amigos y colegas, y volver a esta conferencia a la cual he sido invitado gentilmente en varias oportunidades. Dicen que los países se dividen entre aquellos que recuerdan y aquellos que imaginan. Personalmente considero que Argentina ya pasó demasiado tiempo recordando. Es tiempo de cambiar el foco y empezar a imaginar. Hoy justamente quiero invitarlos a imaginar una Argentina sin inflación. Ustedes saben que en estos últimos meses se ha hecho un sustancial progreso en la lucha contra la inflación. Por considerar un indicador, si tomáramos la evolución del IPC de la Ciudad de Buenos Aires, los números son contundentes: un 6% en abril (producto de aumentos en los servicios luego de más de una década de congelamiento insostenible), dio lugar a una tasa del 5% en mayo, del 3% en junio, del 2% en julio y del 0,9% en agosto (en realidad, el número de agosto resultó - 0,8%, pero esa diferencia se explica por la reversión de los precios del gas, que seguramente volverán a modificarse en los próximos meses, por lo cual, considero apropiado dejar de lado estos efectos por el momento). Este progreso, sin embargo, no quiere decir que la batalla haya sido ganada. Si el objetivo es tener una inflación baja, la cual está plasmada en nuestra meta de una inflación anual del 5% a partir de 2019, en realidad debemos considerar que la batalla contra la inflación recién está comenzando. En esta presentación me gustaría revisar con ustedes dos temas centrales referidos a la lucha contra la inflación. El primero se refiere a por qué es necesario bajar la inflación. Veremos que la respuesta a esta pregunta se relaciona con dos aspectos. Un motivo se concentra en el impacto positivo de la reducción de la inflación sobre el crecimiento económico. El otro, se focaliza en que una baja de la inflación es vital para reducir los niveles de inequidad en la distribución del ingreso que presenta nuestro país. El impuesto inflacionario no sólo es el impuesto más distorsivo y corrosivo, sino también el más injusto y regresivo (ya lo decía Lenin: “la mejor manera de destruir al sistema capitalista es corromper la moneda”). El segundo interrogante sobre el que quiero reflexionar apunta a dilucidar si efectivamente tiene costos bajar la inflación, y cómo juegan en el tiempo estos potenciales costos, si es que hubiere alguno, en relación a los beneficios para la sociedad que se derivan de la estabilidad de precios. Sobre esta pregunta en particular, sin embargo, anticipo las conclusiones. Para arrancar, cito el famoso cuento de Borges: "He notado que (…) Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo." 1 Una analogía similar, salvando obviamente las distancias filosóficas (que Borges me perdone), se podría aplicar a la inflación. Sólo si creyéramos únicamente en el presente, si no pudiéramos ver más allá de un trimestre o dos, se nos puede cruzar por la cabeza comprometer el futuro y la calidad de vida de nuestros hijos, nietos y bisnietos, renunciando a una lucha consistente y definitiva contra la inflación. Abordemos entonces el primer interrogante. ¿Por qué es importante tener una tasa de inflación baja, como en el resto del mundo? Para contestar esta pregunta me gustaría simplemente repasar un par de historias. La primera es la del Estado de Israel que, desde su creación en 1948, transitó tres etapas bien diferenciadas. Hasta 1970, creció a tasas bastante elevadas. Fue el período colonizador, donde todo se hacía a pura garra, esfuerzo, ascetismo y esperanza. Pero a partir de 1970 se abrió una etapa de más de dos décadas, en la que Israel experimentó ininterrumpidamente tasas de inflación superiores a los dos dígitos, siendo los peores años los de la primera mitad de la década de 1980, cuando la inflación superó holgadamente el 100% anual, llegando a niveles del 400% en 1984 y 85. Durante esos años de inestabilidad de precios, la tasa de crecimiento económico se redujo a la mitad, experimentando la economía varios años de estancamiento y hasta de contracción económica. Fue un período de confusión y zozobra. De fuertes cuestionamientos y dudas. Durante esos años, varios de sus Primer Ministros renunciaron antes de terminar sus mandatos. A la inestabilidad política se le sumó la inestabilidad financiera. En 1983 experimentaron una crisis bancaria por la cual el Estado se vio en la necesidad de nacionalizar a los cuatro bancos más grandes de Israel, tras el colapso de sus acciones bursátiles. Sin embargo, para principios de la década del ’90, bajo el accionar del Banco de Israel, la inflación se redujo rápidamente. Primero, bajaron de la inflación extrema, a un rango de 15/20% entre 1986 y 1990. Pero el segundo (y definitivo) golpe a la inflación se asestó en unos pocos años entre 1990 y 1992. Desde 1997 la inflación en Israel no supera un dígito, y ha promediado el 2,6% anual. Paradójicamente, durante los últimos tres años, Israel ha estado lidiando con una tasa de inflación que está por debajo de su meta de 2% anual. Lo comentaba hace unos días la propia presidenta del Banco de Israel, Karnit Flug, en las Jornadas Monetarias y Bancarias del BCRA, que si hace 10 o 15 años le hubieran dicho que el problema del Banco de Israel sería en unos años estar por debajo de la meta, no lo hubiera creído. “Pero acá estamos”, me decía. Y perfectamente igual podría estar Argentina en unos años. Imagínenlo por un instante: una Argentina que tuviera una inflación inferior al 5% anual y que el Banco Central tuviera dificultades para arrimarla a esa meta porque el valor fuera inferior. Pero lo interesante es ver qué pasó por el lado del crecimiento económico cuando la economía se estabilizó. Ustedes seguramente ya lo saben: durante este período Israel pasó a experimentar un proceso de crecimiento vigoroso -su PBI se incrementó durante los noventa un 5,8% anual en promedio- caracterizándose por desarrollar un sector privado reconocido por su dinamismo, por sus avances tecnológicos, con presencia en los mercados internacionales, y poblado de emprendimientos audaces y exitosos que la convirtieron en la famosa “Start-Up Nation”. Israel tiene el mayor porcentaje de población y del PIB dedicado a la investigación y desarrollo que cualquier país del mundo. En poco tiempo, Israel se convirtió en el segundo país del mundo con empresas que cotizaban en el Nasdaq, con más empresas cotizantes que compañías chinas, europeas e indias juntas. Desde que bajó la inflación, el tamaño de su economía se multiplicó por tres, su tasa de empleo aumentó más de 11 puntos porcentuales. En definitiva, Israel se convirtió en un país desarrollado. Quiero contar también la historia de Chile y Perú. Dos países cercanos que también sufrieron el flagelo de una inflación que parecía inquebrantable. Perú experimentó, durante los ‘80 y primeros años de los ’90, inflaciones superiores al 100%, y durante tres años sufrió hiperinflaciones que se caracterizaron por aumentos de precios que llegaron a superar los 7.500% al año. En ese período, su tasa de crecimiento económico promedio fue negativa en 0,7% anual. Ese decrecimiento vino acompañado de mayores niveles de pobreza (y de Sendero Luminoso). Durante todos esos años en los que Perú sufrió semejantes niveles inflacionarios, su economía se contrajo en promedio casi 1% por año, y su producto per cápita se contrajo 29% entre 1980 y 1992. En doce años, la gente en Perú perdió el 30% de su ingreso real. Recién en 1994 logró domar sus niveles de inflación, cerrando el año con un aumento de precios de 15%. Desde 1997 su tasa de inflación anual promedio ha sido del 3% al año. Ese mismo Perú, aquejado por pesadas inflaciones, en poco tiempo logró una tasa de inflación totalmente acorde al estándar internacional. Aquello que parecía imposible se convirtió en pocos años en una realidad consolidada. Imagínenlo para Argentina. Ahora bien, ¿qué ocurrió por el lado de su crecimiento económico? Entre el ‘93 y el ’97 Perú bajó de una inflación de 39,5% anual a 6,5%, y en ese mismo período su crecimiento promedio fue de ¡7,2% anual! Su ingreso per cápita aumentó 24% en esos cuatro años (5,6% promedio al año). En los años posteriores, una vez que la inflación se mantuvo en niveles bajos y estables, su PBI per cápita creció 70% entre 1997 y 2015, un promedio de 3% al año. El cambio y el progreso en Perú son palpables día a día. Tanto es así que ha sido denominado el “tigre americano”. En estos años, Perú desarrolló su potencial agrícola, minero y energético. En materia de servicios, desarrolló la industria del turismo y la gastronomía peruana dio un salto de calidad, convirtiéndose en una referencia mundial. Hoy el gobierno peruano se financia en soles a 40 años a una tasa del 6,56%, y está cancelando anticipadamente deuda en dólares mediante colocaciones en soles, su moneda doméstica, logrando así un perfil de tasas más conveniente. Algunas empresas peruanas se financian en soles a diez años a tasas en torno a 6,5%-6,75%. Imagínenlo para Argentina. Imaginen lo que tenemos por delante si nos comprometemos con el combate definitivo de la inflación. La estabilidad de precios brinda más certidumbre a todos los actores de la sociedad para embarcarse en acuerdos contractuales de más largo plazo. Con la reducción en la tasa de inflación que se está evidenciando, en estos pocos meses Argentina ha ido recuperando una curva de interés en pesos, que hoy ya se extiende a dos años, y estoy seguro que se irá extendiendo cada vez más, a medida que vayamos consolidando la baja en la tasa de inflación. Los tiempos pueden, de hecho, sorprendernos. Contaba Guillermo Ortiz el otro lunes en las Jornadas Monetarias y Bancarias del BCRA que a Méjico le tomó cinco años después de la Crisis Tequila emitir un bono en pesos a tres años. Esa primera colocación rindió un 18% anual. Dice que, al poco tiempo, a medida que el Banco de Méjico consolidó sus credenciales antiinflacionarias, las tasas se derrumbaron y los plazos rápidamente se extendieron. Digo que los plazos pueden sorprendernos, porque a nosotros nos tomó no cinco años, sino cinco meses para empezar a formar una curva en pesos (hoy a dos años). El Bono del Tesoro en pesos a dos años hoy rinde una tasa apenas por encima del 20% nominal, lo cual implica que la confianza en el peso va en aumento. Así como el compromiso del BCRA es con el asalariado, para que su ingreso no se vea afectado por la inflación, también lo es con todos aquellos que confían en el peso, no sólo en el presente cercano, sino que confían a más largo plazo en nuestra moneda, como ser todos aquellos que deciden aceptar un retorno nominal fijo en pesos a dos años, que pronto serán tres, cinco y después más aún. Retomo entonces, yendo al tercer ejemplo que quería mencionar. Chile es otra prueba empírica de los frutos en materia de crecimiento económico que se derivan de domar la inestabilidad de precios. La economía chilena logró desde 1994 alcanzar una tasa de inflación de un dígito, tras décadas con inflaciones elevadas. Desde entonces, su tasa de inflación promedio ha sido de 3,9% al año. En 1990 fue el año en que por primera vez su Banco Central se puso un objetivo de inflación explícito. No estamos hablando de un Régimen de Metas de Inflación propiamente dicho porque en ese momento todavía este tipo de esquema recién estaba naciendo, pero podría decirse que fue un precedente. Gracias a este tipo de institucionalidad, lograron bajar ininterrumpidamente su tasa de inflación entre 1990 y 1998, en dos partes: pasó de 27% en 1990 a 9% en 1994, y luego descendió más lentamente hasta 4,7% anual en 1998. ¿Qué pasó con su actividad económica en esos años? Su economía creció a razón de un 7,5% promedio al año. Su ingreso per cápita creció 57% acumulado, 5,8% anual promedio. Y si sólo nos enfocamos en los años en los que desinfló más rápido (1990-1994) vemos que su crecimiento económico fue de 8,2% al año. Vaya si fue expansiva la desinflación. Durante los años subsiguientes hasta el día de hoy, ya con la inflación estabilizada en torno al 3%, su PBI creció a razón de 4% promedio al año, acumulando un crecimiento per cápita de 58% real (2,6% anual promedio). En este período, Chile redujo su pobreza a un tercio y desplomó su déficit habitacional. En 1990, su ingreso per cápita PPP era un 20% más bajo que el argentino, hoy es un 14% superior al nuestro. Imaginen todo esto para Argentina. Crecimiento, equidad, crédito. Esas son las virtudes de un combate frontal y definitivo de la inflación. Los invito a que levanten la mirada y vean lo que está más allá del cortísimo plazo. Por si estas lecciones no fueran suficientes, tenemos nuestro propio caso. Para Argentina el peor período económico de su historia fue el que va desde 1975 hasta 1990. Durante este período la inflación promedio fue de 820% anual (14% mensual, tomando el promedio de las variaciones mensuales de precios) y el crecimiento en el PBI per cápita fue de -1,5% anual promedio. Es decir, cada año los argentinos perdíamos 1,5% de nuestro ingreso real. En el acumulado durante esos 15 años los argentinos perdieron un 21% de su ingreso. En un libro que escribí hace unos años, titulado Yo no me quiero ir2, planteo que es falaz la hipótesis del estancamiento secular de la Argentina. Argumento allí, que fueron tan sólo esos años los principales responsables del atraso argentino. Se los ilustro de otra manera. En 1975 un argentino ganaba un 50% que lo que ganaba un norteamericano, algo por debajo de la relación a principios de siglo (más o menos entre 60% y 70%). Pero entre 1975 y 1990 ese ingreso relativo había caído a la mitad (28%). Los ‘90 inauguraron un período de menor inflación. Entre 1991 y 2010 la tasa de inflación promedio fue de 10% anual, y el crecimiento automáticamente se volvió positivo -con crisis de la Convertibilidad incluida-. Fue de 3,6% anual y 2,6% per cápita promedio durante este período. Hacia fin de esta etapa, un argentino ganaba un 39% de lo que ganaba un norteamericano, habiendo recuperado algo del terreno perdido. Pero entre 2011 y 2015 la tasa de inflación promedio se elevó a 29% anual. El efecto fue, nuevamente, un inmediato estancamiento de la economía. Durante estos cuatro años el PBI per cápita (de acuerdo a las nuevas estadísticas fidedignas del INDEC) cayó 3,4% acumulado. ¿A qué quiero apuntar con el repaso de todas estas experiencias? Quiero demostrar que el beneficio de derrotar la inflación supera incalculablemente cualquier esfuerzo en que hubiere que incurrir para reducirla. Es innegable que las experiencias de crecimiento históricas son diversas y los motivos para el crecimiento económico son múltiples. Es imposible pensar en el crecimiento de Israel, sin tener en cuenta que la disolución de la Unión Soviética generó una masiva emigración de científicos a Israel; o que el crecimiento de Perú se dio cuando consiguió abrir el mercado norteamericano a sus productos y logró combatir el terrorismo. Pero la coincidencia entre el éxito contra la inflación y un proceso de sano crecimiento es indudable. Desde este lunes hemos establecido formalmente el Régimen de Metas de Inflación en Argentina, institucionalizando todo el trabajo que venimos realizando en relación a la lucha contra la inflación desde que arrancó la nueva gestión. Este esquema institucional constituye una novedad en la historia argentina, y, en pocas palabras, implica que tenemos un BCRA independiente que se fija objetivos de inflación, y usa todos los instrumentos a su alcance para lograr esa meta. La política monetaria no se acomodará a las expectativas de inflación, sino que actúa para que las expectativas y las acciones de los agentes sean coherentes con los objetivos del Banco Central. Ustedes bien podrían preguntarse por qué este esquema ha sido exitoso en todo el mundo para controlar la inflación. El nivel de precios no es otra cosa que la representación del precio del dinero. Si hay más dinero que el que la gente quiere, el precio del dinero caerá, o, dicho de otra manera, subirá el de los bienes (relativo al dinero). A ese fenómeno lo llamamos inflación. Es decir, cada vez que haya más dinero que el que demanda la gente (ya sea porque aumenta la oferta o se reduce la demanda) vamos a tener inflación. Por ello, lo relevante para combatirla es construir un esquema donde oferta y demanda de dinero puedan equilibrarse. Una vez que se implementa de manera consistente un esquema institucional que equilibra el mercado monetario doméstico, se paralizan de golpe los motores que originan la inflación. Así un esquema de estas características, que compatibiliza la oferta y demanda monetaria, permitirá una reducción drástica de la tasa de inflación en Argentina. El año 2016 fue muy particular, porque cuando empezamos a recorrer este camino no teníamos siquiera un índice al que fijar como meta. A poco de publicarse el índice de precios al consumidor del área metropolitana del INDEC, agregamos como objetivo para este año que la inflación del último trimestre se ubique en 1,5% mensual o menos. Este lunes ratificamos nuestra meta de una inflación entre 12 y 17%, punta a punta, para el año 2017. Ya desde diciembre pasado comenzamos a trabajar para alcanzar estos objetivos, y ese 1,5% mensual que en un principio fue enfrentado con cierto escepticismo, podemos decir que fue alcanzado con dos meses de anticipación. Esto nos otorga algo de credibilidad para la tarea que tenemos por delante. Habrán visto que este martes pasado la autoridad monetaria decidió mantener sus tasas inalteradas. En este momento estamos trabajando para consolidar el proceso de desinflación y mirando las expectativas del año que viene. El Banco Central tiene las herramientas para ubicar la inflación dentro de sus objetivos. El trabajo no deja de ser sinuoso y los instrumentos no son perfectos, pero no tengan duda de que la autoridad monetaria cuenta con la capacidad y las herramientas para lograr nuestro cometido, tal como ya es conocido y aplicado en el mundo entero. Nuestra tarea es únicamente esta. Comunicar nuestros objetivos y luego cumplirlos. Esto les permite a los actores sociales saber el rango en el que otros estarán moviendo sus precios (en promedio, de más está aclararlo), lo cual brinda previsibilidad y tranquilidad en ese tipo de decisiones. Este año, por ejemplo, las decisiones de precios durante el primer semestre no fueron enteramente acordes a los objetivos de desinflación que se planteó el Banco Central. Cuando las empresas se fueron dando cuenta de la desconexión entre sus precios y las políticas de desinflación implementadas por la autoridad monetaria, empezaron a proliferar una multiplicidad de descuentos que fueron internalizando el efecto de las políticas monetarias del BCRA. En estos meses, hay sectores que han empezado a acomodarse al nuevo régimen. Un buen ejemplo es el sector automotriz, que hizo compatibles sus precios con el accionar que viene mostrando la política monetaria, generando un significativo salto en ventas. Vemos este tipo de acomodamientos en varios otros sectores con el mismo efecto sobre ventas y actividad. También, debo reconocerlo, vemos que otros todavía no parecen haber tomado nota del cambio de régimen (como la medicina prepaga o medicamentos, por ejemplo). De cualquier manera, es natural que la coordinación de expectativas y decisiones se produzcan gradualmente, siendo un proceso que se va consolidando en el tiempo. Lo que quiero transmitir hoy, no es sólo que nos hemos puesto objetivos claros, sino que estamos profundamente convencidos de la invalorable utilidad para nuestra economía que implica resolver este problema definitivamente. Pero hay otro motivo para combatir la inflación: su efecto devastador sobre la distribución del ingreso. El sistema tributario que Argentina fue generando a lo largo de muchos años es regresivo, no progresivo. Pero dentro de una estructura ya de por sí regresiva, el impuesto inflacionario es el más regresivo de todos, el más dañino para los sectores de menores recursos. De acuerdo a estudios empíricos recientes efectuados para Argentina3, el impuesto inflacionario representa el 21% del ingreso para una familia del decil de menores ingresos, mientras que significa menos del 3% para una familia del decil más elevado. La distribución de la incidencia del impuesto inflacionario es absolutamente regresiva, y termina siendo abismal el diferencial de su impacto entre los extremos de la distribución del ingreso nacional. Esto aporta otra motivación, quizás aún más fundamental y urgente, por la que hay que reducir la inflación. Así pues, si el primer motivo (el crecimiento) no es suficiente para justificar la lucha contra la inflación, su efecto redistributivo seguramente sí lo es. Lo cierto es que la combinación de crecimiento con equidad social no podría encontrar un vehículo más poderoso para su concreción como lo es la reducción de la tasa de inflación. Por eso, creo que todo el debate sobre los costos de corto plazo de bajar la inflación debería pasar a un segundo plano. Es claro que los beneficios superan holgadamente el costo en que hubiere que ocurrir. Pero esto no quiere decir que no podamos dedicar unos minutos a evaluar si esos costos efectivamente existen y qué características tienen. Escuchamos muy seguido que la baja reciente de la inflación es producto de una recesión (aunque, la verdad, la recesión empezó el año pasado, mucho antes que comenzáramos con nuestra política de lucha contra la inflación). Los economistas suelen citar la famosa “Curva de Phillips” para afirmar esto. Una de sus versiones postula que existe una relación inversa entre desempleo e inflación. Es decir, mayor crecimiento vendría con menor desempleo, y eso de la mano con mayor inflación. Ahora bien, la verdad es que en Argentina dicha relación no ha sido demasiado verificada. Les propongo el ejercicio de ver cuál es la Curva de Phillips en la Argentina. Veamos un par de gráficos que muestran simplemente el crecimiento económico per cápita en Argentina durante varios años (en el eje horizontal) y la tasa de inflación en ese mismo período (en el eje vertical).
Verán que las nubes de puntos que aparecen no dicen mucho que digamos, y que la pendiente de la curva en general ha sido negativa por momentos (lo que implicaría una Curva de Phillips con pendiente positiva). Se puede decir que los años de menor crecimiento en Argentina no se vieron acompañados de baja inflación y viceversa. Si algo parecería indicar el grafico, es que los años de mayor inflación son los de peor desempeño económico, no los mejores. Mientras que la curva de Phillips puede tener sentido en economías con años de estabilidad a cuestas, como la de los países desarrollados, no presenta demasiada relevancia en el contexto argentino. En realidad, pareciera que la situación es exactamente al revés. Es la baja en la inflación la que está asociada a la recuperación y crecimiento económico. Dejemos de lado ese argumento, y pasemos a otro que se usa con mucha asiduidad, sobre todo por aquellos que cuestionan el objetivo de 12-17% de inflación que se ha fijado el BCRA para el año que viene. Según este otro planteo, Argentina sufre de una fuerte “inercia inflacionaria”. Es decir, un proceso de inflación que obedece a factores más allá de los del mercado monetario, como podrían ser expectativas de inflación rebelde o negociaciones salariales que generan rezagos y, por ende, una persistencia del proceso inflacionario que dificulta su baja. Así la famosa “inercia inflacionaria” ha sido y es el eje de muchos debates sobre inflación en Argentina. Durante los años ochenta, la inercia inflacionaria implicaba que la inflación pasada constituía un factor muy determinante de la inflación posterior, por lo que el proceso inflacionario era muy persistente, independientemente de la postura de la política monetaria. Ahora bien, en aquella época existía una verdadera “inercia contractual”. Es decir, la mayoría de los contratos indexaban legalmente respecto de la inflación pasada, lo cual tornaba complejísimo cualquier proceso de desinflación. Afortunadamente aprendimos la lección, y desde la instauración del Plan de Convertibilidad es que este tipo de indexación no existe más en Argentina, por lo que este fenómeno no se encuentra presente en la coyuntura actual. Es más, tanto aprendimos la lección, que la mantuvimos durante todo el período del gobierno anterior, en el que los precios se multiplicaron unas 10 veces. Vale mencionar que muchos países que desinflaron en los años ‘80 y ‘90 tuvieron que lidiar con este tipo de indexación contractual. Muchas veces me preguntan por qué vamos a desinflar en cuatro años si en Colombia llevó muchos más. Pero no se puede dejar de lado que Colombia sufría, por ley, de una indexación, que obligaba a ajustar los precios en función de la inflación pasada, generando una dinámica inestable, con fuertes desvíos de los precios relativos de sus valores de equilibrio, durante el proceso de desinflación. En realidad, la potencial “inercia inflacionaria” de la que hablan muchos analistas hoy en día se vería explicada más bien por un análisis de las expectativas de los agentes, al estilo de lo planteado en el modelo de Barro-Gordon4. Según este modelo, si el Banco Central es propenso a sucumbir a tentaciones cortoplacistas, entonces esta tentación es anticipada por los agentes, que forman expectativas en consecuencia. El resultado: expectativas de inflación lo suficientemente altas como para disuadir al Central de cualquier intento expansivo, o, dicho en otras palabras, inflación con estancamiento. Aquí es donde entra en escena de manera fundamental la relevancia del establecimiento de un Régimen de Metas de Inflación, justamente para romper con este tipo de inercia, tornando mucho menos dificultoso el proceso de desinflación. El mismo actúa mediante un Banco Central independiente, con metas de largo plazo, de las cuales no se desvía por vaivenes de corto, y que precisamente lograría, una vez ganada la credibilidad respecto de sus objetivos, alinear las expectativas de los agentes en torno a los objetivos de inflación futura de la institución. El Régimen de Metas de Inflación es el esquema institucional que permite romper con la inercia inflacionaria del tipo que describe el modelo de Barro-Gordon, la única presente en Argentina hoy en día. Podemos afirmar que el BCRA ha sido exitoso en alinear expectativas. El último Relevamiento de Expectativas de Mercado (REM) muestra que las expectativas de los analistas se encuentran bastante en línea con los objetivos de la institución para este año, y no muy alejadas del objetivo para el año venidero. Por ende, consideramos que la institución del régimen de Metas de Inflación está cumpliendo bien su tarea de alinear las expectativas de los agentes y romper la inercia à la Barro-Gordon. El último REM realizado a fines de agosto revela que, descontando la volatilidad esperada en los índices, derivada de los cambios tarifarios (deflacionarios en agosto y septiembre, pero sumándole a la inflación esperada en alguno de los meses subsiguientes) los analistas esperan 1,6%, 1,5% y 1,5% para la inflación núcleo en octubre, noviembre y diciembre. Esto implica que, evidentemente, el objetivo de inflación del Banco Central (de 1,5% mensual o menos para el nivel general el último trimestre) está a décimas de ser totalmente creíble para lo que queda de 2016. Respecto al año que viene, las expectativas de inflación se ubican en 19,8%, y en 17,9% en el caso de la inflación núcleo. Ya que el objetivo anunciado por el Banco Central es de entre 12% y 17% para el año 2017, todavía tenemos aquí lo que podríamos llamar una “brecha de credibilidad” de casi tres puntos porcentuales respecto al tope del 17%. El Banco Central ya está conduciendo su política monetaria para eliminar esa brecha. En resumen, el Banco Central entiende la importancia fundamental que tiene para la historia de nuestro país derrotar, de una vez y para siempre, la inflación. Levantemos la mirada de la coyuntura y entendamos que quedarse a mitad de camino, con una inflación moderada, no sirve: necesitamos una inflación por debajo del 5% anual. Es una condición absolutamente necesaria e ineludible para desarrollarnos con equidad y con todo nuestro potencial. La batalla contra la inflación recién ha comenzado. El Banco Central tiene los instrumentos. Se está manejando en un contexto de gran independencia. No apelamos a voluntarismos. Simplemente les decimos lo que vamos a hacer. Previsibilidad del lado nuestro, sumado a un clima de libertad para la toma de decisiones por parte de ustedes es, justamente, lo que nos dará una Argentina sin inflación. Será una Argentina caracterizada por la estabilidad, el crecimiento y la justicia social.”
Más información sobre el evento | http://www.fiel.org
29 de septiembre de 2016