Hacia un régimen de metas de inflación
Por Lucas Llach, Vicepresidente del Banco Central de la República Argentina.
En el año 1582 la civilización occidental empezó a usar el calendario gregoriano, con un ingenioso sistema de años bisiestos (uno cada cuatro años, con excepción cada 100 años, con excepción a la excepción cada 400 años: de modo que el 1800 y el 1900 no fueron bisiestos pero el 2000 sí lo fue). Fue un invento exitoso en la manera de medir las fechas, que se universalizó y se usa hasta el día de hoy. Casi dos siglos más tarde la humanidad resolvía otro problema de medición: la determinación de la ubicación longitudinal en cualquier lugar del globo, mucho más difícil de determinar que la latitud. El carpintero de Yorkshire John Harrison ganó, después de 30 años de trabajo, el premio instituido por la corona británica en 1714. Más conocido es otro método de medición, el de dimensiones, que también dura hasta nuestros días: el sistema métrico decimal. Hijo de la Revolución Francesa, el marqués de Condorcet lo definió en 1791 como un producto “para todo el pueblo y para todos los tiempos”. En efecto, más de dos siglos después es el sistema oficial de pesos y medidas en todo el mundo salvo Estados Unidos, Liberia y Myanmar.
Estos tres elementos (fecha, ubicación, dimensiones) serían necesarios para, por ejemplo, definir con precisión un contrato de venta de una propiedad rural: dónde queda la propiedad, cuánto mide, cuándo es la firma del contrato y en qué fechas los pagos. Nos falta solamente un elemento cuantitativo importante en un contrato así: los montos a pagar. Ese punto, el de definir una unidad clara de valor, ha sido un poco más problemático para la humanidad. Durante siglos se usó como estándar de valor algún metal, un sistema que tenía sus problemas porque cuando el precio del oro –por ejemplo—subía en relación con el precio del resto de los bienes, el resultado era la deflación: menos moneditas por los mismos zapatos. Con el papel moneda pudo separarse el precio nominal de las cosas del precio relativo entre los metales y los bienes. Pero con el papel moneda llegó también el problema de la inflación y, por momentos, el de la deflación. Recién en los últimos 30 años la mayor parte de los países del mundo logró un patrón de valor relativamente estable y, sobre todo, previsible. Para los argentinos el problema de la unidad de valor previsible y estable fue mucho más arduo que para otras sociedades. La Argentina fue casi siempre un país inflacionario. Peor aún: es un problema que todavía no hemos resuelto.
El motivo detrás de la inflación, es decir de la depreciación de la moneda, fue cambiante en nuestro país. Antes de existir una moneda nacional existieron las provinciales, la de Buenos Aires la más importante de ellas. En medio de las guerras civiles y de los conflictos interprovinciales anteriores a la primera moneda nacional, el gasto militar excedía los recursos tributarios y para 1881, cuando la moneda de Buenos Aires fue reemplazada por la nacional tras la derrota de la provincia por las fuerzas de Avellaneda y Roca, ya había perdido el 96% de su valor original.
El primer peso “moneda nacional” completó el reemplazo de las monedas provinciales en 1883. Esa moneda de papel circulaba en paridad uno a uno con una moneda metálica, el peso oro, tal como recomendaban los manuales en aquella época de patrón oro. Ese estándar de calidad de mantener la paridad fija entre el papel y el oro no tuvo una larga vida: la primera devaluación ocurrió ya en enero de 1885. Sí, duramos un año y medio en el patrón oro. La política expansiva de Roca, y su sucesor Juárez Celman, que requería además el financiamiento a provincias con escasos recursos, concluyeron en lo que en aquella época se llamaba “empapelamiento” (la financiación monetaria al fisco) y finalmente a la explosión del año 1890. Por entonces, en medio de la inestabilidad monetaria de la época, Juan Balestra escribía en un libro sobre esa crisis “Cuando en una época, seguramente lejana, se haya encontrado un patrón de valor invariable, ¡quién duda que se mirará nuestros tiempos con la misma extrañeza con la que hoy recordamos los tiempos en que se medía la extensión con el pie o la palma, el tiempo con el reloj de arena y la fiebre con el calor o el frío de la mano de un médico!”. Y poco después, todavía con los reverberos de la crisis, acotaba un británico, Lawson “los argentinos alteran su moneda casi tan a menudo como cambian de presidentes (...) Ningún pueblo del mundo tiene un interés tan penetrante en los experimentos monetarios”.
Tras algunas décadas de mayor estabilidad, en la segunda mitad del siglo XX los argentinos perdimos nuevamente al peso como unidad de medida confiable. Ningún país del mundo acumula tantos años de inflación por arriba de 20% como la Argentina en las últimas siete décadas. Igual que en el siglo XIX, parte de la dificultad para proveer a la sociedad de una unidad de medida de valor estable y predecible fue que la producción de moneda se utilizó como fuente de recursos fiscales. Pero por momentos la inflación fue no sólo un efecto colateral del financiamiento del Banco Central al gobierno, sino un objetivo específico y deliberado de la autoridad monetaria: subvaluar la moneda, depreciarla, como estrategia para subvaluar los salarios medidos en moneda internacional, un atajo a la competitividad que no dura en el tiempo y que condujo a la inflación que vivimos. En otros momentos la ansiedad por una medida de valor estable nos llevó a buscar un atajo diferente: asociar el valor de nuestra moneda a una moneda extranjera para, por así decirlo, contagiarnos de su estabilidad. Pero pegar el valor de nuestra moneda a la de otro país y tener una inflación previsible y moderada implicaba desear que el valor de nuestros bienes y servicios se moviera de manera similar a los de la moneda patrón. En un mundo cambiante, eso finalmente se rompe. Las fijaciones cambiarias terminaban en una explosión inflacionaria cuando (generalmente más tarde que temprano) el gobierno o el propio mercado se convencía de que los precios argentinos en moneda internacional no eran sostenibles a ese tipo de cambio.
En otras palabras: la Argentina nunca pudo lograr que su moneda fuera una unidad previsible y estable de valor porque la política monetaria siempre tuvo otros objetivos: financiar el déficit, o mantener una moneda subvaluada, o –como un atajo antiinflacionario, pero que confundía los medios con los fines? fijar su valor en relación al de otras monedas.
El régimen de metas de inflación, al que durante este año 2016 está migrando el Banco Central de la República Argentina, parte de esa premisa obvia: si queremos controlar la inflación, el objetivo del Banco Central debe ser controlar la inflación. En lo que sigue hago un juego de siete preguntas y respuestas, de las muchas posibles, sobre el régimen de metas de inflación:
1. ¿No es contradictorio el objetivo de inflación con otros objetivos del Banco Central? Nuestra Carta Orgánica habla de la estabilidad monetaria, la estabilidad financiera, el empleo y el desarrollo económico con equidad social como objetivos del Banco Central. Es bastante obvio que una inflación previsible y moderada favorece la estabilidad financiera, que es condición necesaria para un desarrollo económico sostenible, y que limitar el impuesto inflacionario ?el más regresivo de los impuestos? favorece la equidad social. Pero: ¿no hay un conflicto entre estabilidad de precios y alto nivel de empleo?
Es bastante conocida la llamada “curva de Phillips”, en realidad una regularidad empírica descripta originalmente por el economista norteamericano Irving Fisher en 1926, que postula una relación negativa entre la inflación y el desempleo: a más inflación, menos desempleo, y viceversa.
Pero desde hace casi medio siglo sabemos que la curva de Phillips-Fisher tiene un truco. Sí puede haber un efecto negativo en el empleo, dice el consenso de los economistas, si la autoridad monetaria provoca una desinflación inesperada: por ejemplo, si para un determinado año se firmaron contratos con una expectativa de inflación de 30% pero la autoridad monetaria busca una inflación de 10%, el desajuste entre lo esperado y lo realizado podrá ser recesivo, porque podría generar ?por ejemplo? aumentos de costos muy superiores a los aumentos de precios. Entonces: desinflación inesperada puede ser recesiva por algún tiempo, y ?a la inversa? inflación inesperada puede ser por un breve período expansiva. Pero no puede establecerse una relación simple entre inflación y desempleo; de hecho, por poner un ejemplo, los tres años con más elevada inflación de los últimos 15 (2002, 2014 y 2016) fueron también años de recesión.
El esquema de metas de inflación busca, precisamente, todo lo contrario a la sorpresa inflacionaria o deflacionaria. Busca previsibilidad: anunciar una meta o un rango de inflación y usar los instrumentos de política monetaria para conseguirla. En la medida en que ese rango o meta sea creíble y los actores económicos incorporen esa expectativa, no hay nada mejor para la actividad económica y el empleo que buscar con
la política monetaria validar esas expectativas.
Por el mismo motivo, la política de metas de inflación no implica abandonar el rol contracíclico de la política monetaria. Cuando un país con metas de inflación de ?digamos? 5% entra en una recesión, el efecto esperado del menor nivel de actividad sería una desaceleración de la inflación por debajo de la meta. Para que la inflación no caiga por debajo de ese nivel buscado, la política monetaria tiene que ser expansiva en esa coyuntura, que es precisamente lo que la economía necesita en ese momento para evitar el desempleo. La credibilidad, en todos los casos, es un factor fundamental para un esquema viable de metas de inflación. Lo cual nos lleva a la segunda pregunta.
2. ¿Por qué el gradualismo en las metas? Durante este año de transición a metas de inflación, el Banco Central busca como objetivo una inflación de “1,5% mensual o menos” en el último trimestre del año. El último Relevamiento de Expectativas de Mercado realizado a fines de agosto revela que, descontando efectos esperados por los cambios tarifarios (deflacionarios en agosto y septiembre pero sumándole a la inflación esperada en alguno de los meses siguientes) los analistas esperan proyectan 1,6%, 1,5% y 1,5% para la inflación núcleo en octubre, noviembre y diciembre. Es decir: el objetivo de inflación del Banco Central está a un par de décimas de ser totalmente creíble para lo que queda de 2016. Respecto al año que viene, las expectativas de inflación se ubican en 19,8%, y en 17,9% en el caso de la inflación núcleo. Ya que el objetivo anunciado por el Banco Central es de entre 12% y 17% para el año 2017, todavía tenemos aquí lo que podríamos llamar una “brecha de credibilidad” de casi 3 puntos porcentuales respecto al tope del 17%. El Banco Central ya está conduciendo su política monetaria como para eliminar esa brecha de credibilidad.
Creemos que la gradualidad de las metas es importante para conseguir el objetivo de la credibilidad. Convencer a los actores económicos de que la política monetaria se ajustará a lo largo de los próximos meses para conseguir la inflación menor al 17%, como convencimos a la sociedad de que la política monetaria se ajustaría para lograr el objetivo de 1,5% o menor en el último trimestre, es nuestro trabajo diario pero es un objetivo alcanzable. Sería mucho más difícil si planteáramos un objetivo mucho más ambicioso. De allí que hayamos optado por un sendero gradual de desinflación, que incluye un objetivo de 5% a partir de 2019. Lo que nos lleva a la tercera pregunta.
3. ¿Por qué 5% y no menos como meta final? En este momento, muchos bancos centrales de países desarrollados, con metas de inflación del orden del 2%, se están preguntando si no se trata de una meta que, por demasiado baja, no puede complicar a la política monetaria. De hecho, muchos enfrentan la trampa de la deflación, de la que ni siquiera tasas de interés negativas (como existen hoy en muchos países) parecen ser muy efectivas en desarmar, para volver a la expansión económica y hacia la inflación pequeña pero positiva de su meta. En este momento se discute en el mundo si una meta algo más alta no puede dar mayor margen de maniobra: con una meta de inflación de 5%, por ejemplo, la tasa de interés de 0% (casi un piso para la política monetaria) es más expansiva que con una inflación de 2%, porque implica una menor tasa de interés real.
Para un país emergente como el nuestro, expuesto con frecuencia a impactos del exterior, una meta de 5% puede ser apropiada por otro motivo. Cuando la economía necesita abaratarse frente al mundo (por ejemplo, por efectos de una crisis internacional) una meta de 5% le permite acomodar ese impacto con una depreciación monetaria sin que eso implique un aumento de la inflación o la caída en deflación. Si, en cambio, la meta de inflación fuera del 0% -por ejemplo- un ajuste de precios relativos hacia un mayor tipo de cambio real podría implicar deflación nominal de algunos precios para no apartarse de la meta. Y sabemos, aun sin creer en la curva de Phillips, que las deflaciones de precios sí pueden requerir una recesión.
De nuevo: con gradualismo y con metas razonables, el esquema de metas de inflación no es contradictorio con el pleno empleo, sino más bien al contrario.
4. ¿Sirve el peso como estándar de medida si la desinflación lleva tres años más, y aun así sólo se llega a un 5%? Con inflaciones de un dígito, ya los precios empiezan a tener sentido. En los tiempos de inflación alta, nadie sabe del todo cuánto valen las cosas (conociendo esto, los expertos en marketing hacen que los supermercados compitan publicitando descuentos, en lugar de publicitar precios). En cuanto a la comparación entre precios actuales y futuros, en la medida en que el Banco Central vaya cumpliendo sus metas, y los actores económicos alineen sus expectativas de inflación a las metas anunciadas, los contratos podrán incorporar esas expectativas de inflación más precisas. Los contratos financieros tendrán en ese caso tasas de interés nominales decrecientes.
Con todo, desde el Banco Central creemos que para convivir con ese proceso de desinflación, y en particular para pensar el muy largo plazo, tiene sentido permitir la firma de contratos protegidos de la inflación, incluso de una inflación del 5%. Por eso, siguiendo la práctica exitosa de Chile, Colombia o Uruguay, el Banco Central impulsó la unidad de cuenta protegida de la inflación, que sigue al índice de precios al consumidor. Una de las ventajas de la una unidad protegida de la inflación es que permite asociar en el tiempo las cuotas de un préstamo a la capacidad de pago nominal de la economía. Incluso con una inflación de 5%, un pago nominal fijo realizado dentro de 25 años tiene un 70% menos de valor real que el mismo pago nominal realizado hoy. De modo que un préstamo con cuotas fijas deberá cargar en las cuotas iniciales el valor que se pierde en las cuotas finales. Esto impone una importante barrera de acceso al crédito de largo plazo a las familias de menores ingresos, que no pueden hacer frente a las altas cuotas iniciales. Hoy esa barrera es colosal. El sistema de unidad de cuenta con valor real constante permite asociar cada pago al nivel de precios vigente en cada momento.
5. ¿El esquema de objetivos de inflación no implica tasas de interés más altas? Al contrario: a la larga, todo lo que implique mayor previsibilidad implica menos riesgo, y por lo tanto menos tasa extra asociada a ese riesgo. Sí es cierto que las tasas nominales de interés deben reflejar en condiciones normales la inflación esperada, habitualmente alguna tasa real positiva y un extra de tasa real cuando se busque una desinflación. Es importante notar acá que la tasa de política monetaria que actualmente fija el Banco Central (la Lebac a 35 días) es una tasa de corto plazo. Para determinar el sesgo de la política monetaria, la tasa de interés nominal debe compararse con el período que corresponda. Por ejemplo: mientras el Banco Central mantuvo una tasa de interés de 38% entre los meses de marzo y mayo, el equivalente en tasa efectiva mensual era del 3,16%. La comparación adecuada para la tasa real no era comparar el 38% con la inflación esperada en todo el año; sino el 3,16% en comparación con la inflación que se esperaba en esos meses.
Dejo para las últimas dos preguntas dos objetos capaces de despertar pasiones pero que, sin quererlo, apenas mencioné hasta ahora: la cantidad de dinero y el tipo de cambio.
6. ¿Cómo juega la cantidad de dinero en un esquema de metas de inflación? En un esquema en el que la autoridad monetaria fija la tasa de interés, la cantidad de dinero (sea su versión “base monetaria” u otros agregados) es una consecuencia, un resultado, una entidad de la que no sale ninguna flecha de causalidad hacia ningún lado. Como se dice en la jerga de los banqueros centrales: “nosotros no abandonamos los agregados monetarios, los agregados monetarios nos abandonaron a nosotros”.
¿Cómo funciona exactamente este sistema? Tomemos el caso de la Argentina de hoy. Cada martes el Banco Central fija la tasa de interés a la que vende sus títulos de 35 días. Al mismo tiempo (y más importante) esa será la tasa a la que intervendrá todos los días subsiguientes de la semana en el mercado de títulos. Pensemos ese mercado ahora desde el punto de vista de los bancos u otros agentes financieros. Podemos imaginar por simplicidad que tienen que elegir entre 3 activos de bajo riesgo: liquidez en pesos, que no paga interés; Lebac, que paga interés, o moneda extranjera. Cuando por algún motivo su demanda por liquidez aumenta, pueden vender automáticamente títulos, a la tasa prefijada, y el Banco Central se los comprará. Al contrario: cuando tengan un exceso de liquidez, podrán comprar tantos títulos como haga falta para deshacerse de esa liquidez excedente y el Banco Central estará dispuesto a venderlos (es decir, a absorber liquidez) a la tasa de política monetaria. En otras palabras: es la demanda de pesos la que determina la oferta monetaria y no al revés. Por supuesto, al controlar la tasa de interés el Banco Central puede influir sobre la cantidad de dinero que se demanda (cuanto menos tasa, menos costoso es mantenerse líquido), pero su mirada está en la tasa.
Para pensar el efecto de la política monetaria sobre la inflación, no hace falta pasar por los agregados monetarios. La tasa de interés afecta el curso de la inflación por canales que son independientes de la cantidad de dinero. En primer lugar, alterando los incentivos a gastar y ahorrar. En segundo lugar, porque la política monetaria afecta, aunque no sea un objetivo deliberado, el precio de la moneda local frente a otras.
En tercer lugar, pero más importante, por su valor como señal de compromiso: en la medida en que el público observa que la autoridad monetaria maneja la tasa de interés como para conseguir sus objetivos de inflación, incorpora esos objetivos a sus expectativas; y las expectativas de inflación influyen sobre la inflación porque se incorporan a los contratos (financieros, de alquileres, laborales, etcétera).
Francamente, creemos que el Banco Central fue exitoso este año en convencer a quienes siguen de cerca sus acciones que la política monetaria reacciona de manera de conseguir sus objetivos de inflación. Cada dato nuevo de inflación es leído por los analistas de los mercados como un indicio de cómo procederá el Banco Central. Que se crea que el Banco Central está reaccionando a la inflación es una condición necesaria para el régimen de metas de inflación. Y que se crea que la política del Banco es la más apropiada para cumplir con sus metas, algo de lo que estamos cerca, es ya una condición suficiente. Después de todo, esa es una posible definición del régimen de metas de inflación: un régimen en el que la sociedad cree que la política monetaria implementada es la que conducirá a la inflación indicada en las metas.
7. ¿Y el dólar? Mis amigos más íntimos saben que no pueden hacerlo pero de todos modos me preguntan: ¿me conviene comprar dólares o me conviene tasa? Aunque supiera la respuesta les contestaría, por supuesto, que no lo sé; pero me complace saber que en realidad no lo sé. Quizá la mayor virtud de un régimen de metas de inflación con cambio flotante es que las depreciaciones o apreciaciones nominales de la moneda nunca son anticipadas, y por lo tanto nunca generan una especulación muy obvia hacia un lado o hacia el otro. El motivo es sencillo: si todo el mundo supiera que la moneda se va a depreciar, se depreciaría inmediatamente; y dejaría de pensarse que es obvio que se va a depreciar, porque la depreciación ya habría ocurrido. Algo análogo puede decirse de una apreciación.
Y lo que no puede anticiparse sobre el tipo de cambio nominal tampoco puede decirse a ciencia cierta sobre el tipo de cambio real. Aun cuando la ciencia económica discute la validez empírica de la llamada “paridad descubierta de tasa de interés”, lo cierto es que los economistas por lo general suponemos que debe haber cierta relación entre la tasa de interés en pesos (lo que paga una Lebac, digamos) y la expectativa de devaluación (lo que paga, medido en pesos, mantenerse en dólares). Si no fuera así, uno de esos dos activos no sería demandado.
Pero combinemos por un segundo esa idea de equiparación entre tasa de interés y depreciación esperada con, por ejemplo, una política monetaria que procura fijar una tasa de interés real levemente positiva. Tasa real levemente positiva significa que la tasa de interés nominal es algo superior a la inflación esperada. Pero entonces, en valor esperado, una política de tasas de interés real levemente positiva implica que el mercado está esperando una depreciación nominal apenas mayor que la tasa de inflación o, en otras palabras, un pequeño aumento del tipo de cambio real. Por supuesto, esa expectativa es en realidad algo así como el valor esperado en una distribución de probabilidades. De modo que también los mercados creen concebible una suba mayor del tipo de cambio real. O una caída. O que se mantenga constante.
¿Estoy diciendo algo sobre política cambiaria? No. Sólo estoy diciendo que, si uno ha de creer a los precios del mercado financiero, no puede decirse con ninguna certeza ninguna de las siguientes cosas: ni que el tipo de cambio se moverá hacia uno u otro lado de lo que indican las curvas de depreciación esperada; ni que el tipo de cambio real irá obviamente en una dirección o en otra.
¿Son muchas incertidumbres? No lo creo. Creo que son las apropiadas. Bajo un régimen de metas de inflación la autoridad monetaria no busca dar certezas sobre aquello que, por no depender en última instancia de la acción del Banco Central, es incapaz de dar certezas. El régimen de metas de inflación busca ser lo más previsible posible en aquello que sabemos que sí depende, en última instancia, de la autoridad monetaria: el poder de compra de esa moneda cuyo cuidado se le encomendó.
Nuestro trabajo de todos los días es que el Banco Central esté a la altura de esa responsabilidad.
Muchas gracias.
8 de septiembre de 2016